martes, 14 de septiembre de 2021

disrupción

 Los domingos tenían ese ritual de los ravioles en casa de la abuela. Siempre lo mismo, no se podía remolonear demasiado porque a las 11 ya había que salir rumbo a la casa de Liniers, con el rimmel mezclado entre las ojeras y el olor a pucho en el pelo.  Así era para ella, claro.  Rodrigo estaba levantado desde las 7 (¡un domingo!), ya había salido a correr, ya había desayunado y sentadito en el comedor estudiaba con sus libros enormes de anatomía humana.  La seguía con esa mirada desaprobatoria cuando Lucía arrastraba las pantuflas rumbo al baño, donde sólo horas antes había lanzado hasta el último fernet por el inodoro.  Subían al auto y, durante el viaje, Rodrigo no dejaba de hablar sobre los riñones y células de los pulmones, sobre la bilis y otras sustancias corporales que sólo su madre podía encontrar fascinante a esas horas de la mañana.  Y vos Lucía, qué vas a estudiar, le decían.  Cada domingo era lo mismo.  Qué vas a estudiar.  Ella, que venía de bailar arriba de un parlante, que había tomado su peso en cerveza y fernet, sí sabía lo que quería hacer después de la secundaria, pero no tenía nada que ver con estudios y universidades.  Ella tenía un plan y lo mantenía en secreto, porque le daba terror que se lo juzgaran, que se lo quisieran destruir.  Así que con indiferencia decía voy a estudiar Filosofía, voy a estudiar Letras, voy a estudiar Kung Fu, llegó a decir.  Todos los domingos lo mismo.  Claro que nadie tomaba en serio sus palabras, se asumía que, llegado el momento, Lucía se alinearía con la tradición familiar de seguir una carrera seria y prestigiosa, y con ese convencimiento fueron todos juntos a la entrega de diplomas del colegio, hasta la abuela estaba, hasta Rodrigo, que se había llevado unos apuntes para repasar durante la ceremonia porque al día siguiente tenía un parcial. Antes del acto, mientras los familiares ya estaban en sus butacas, Lucía estaba con sus amigas en el patio.  Tenemos que hacerlo, dijo una, tampoco es tan terrible, dijo otra.  Lucía dijo: yo me animo.  Era una travesura bastante zonza, cambiar el cd del himno tradicional por el que tenía la versión de Charly, pero el colegio era de esos medio ingleses y soberbios sin un gramo de tolerancia.  Mi idea es cambiar el cd mientras esperamos a entrar con la bandera, nadie va a sospechar de una escolta, dijo Lucía.  Cuando llegó el momento de entrar al escenario, las abanderadas esperaban justo junto al equipo de música, Lucía sacó el cd y lo revoleó como un frisbee y puso el que llevaba en el bolsillo del blazer.  Entraron con los aplausos, todos de pie, ahora entonaremos el Himno Nacional, dijo la profesora que dirigía el acto, el silencio podía palparse en cada molécula de la atmósfera calurosa, Lucía tragó saliva y miró a su hermano, que estaba muy concentrado haciendo lo que había que hacer, siempre haciendo lo que se esperaba de él, miraba con fervor pegajoso la bandera de ceremonias, Lucía supo que lo detestaba.  Detestaba que imprimiera en su camino los mandatos familiares y que se luciera en sus desempeños desalmados. El silencio continuaba, pero era ahora un silencio imperfecto, las miradas cruzaban el salón, la rectora con la profesora que tenía el micrófono, la profesora que manejaba el sonido con el profesor de matemáticas que estaba en la primera fila, Lucía miraba a Rodrigo, Rodrigo miraba la bandera.  No pudo soportarlo más, la música no empezaba, sacó un encendedor de su bolsillo y le dio mecha al pedacito de bandera que estaba cerca suyo.  La llama se prendió de la tela como una garrapata, los labios de Rodrigo se separaron formando una o, una o de horror, pensó Lucía, el fuego creció sólo un poco, luego se apagó: era una tela ignífuga, por supuesto. Pero qué dicha le había dado esa ¨o¨ no prevista.  Sonrío mientras escuchaba los pasos de profesoras corriendo a buscar otra bandera o a poner un cd que funcionara, ya no importaba eso, había destruido un fantasma. 

lunes, 13 de septiembre de 2021

Sección Poesía


Irresistible entrar a "El Ateneo". 

Darse una vuelta flotando sobre esa alfombra mullida, leer párrafos sueltos de libros desconocidos, flirtear con títulos de secciones ajenas, absorber por sus narinas todo el café y muffins de chocolate que no puede comprar. Tiene este ritual bien organizado: primero lee una poesía, entera (hasta enamorarse o morir), después abre al azar dos o tres autores de filosofía y procura capturar alguna frase alocada; a continuación chusmea alguna sección random: se engolosina con los de cocina, se estremece con los de astronomía, recorre paisajes misteriosos con los de viajes; pero nunca, nunca, se acerca a la sección de autoayuda.

Le impresiona, sobre todo, el frío glacial que emanan esos títulos acusadores de las debilidades más peculiares. Es tan grande esa impresión que desde hace ya varios meses dedica la última parte de su ritual a seguir a algún comprador de un libro de estos y al cabo de unas cuadras busca generar una interacción por más burda que sea.

Pedir fuego, preguntar la hora, simular estar buscando una dirección, ofrecer un caramelo, cosas así, nada extraordinario. Sólo quiere zambullirse durante un segundo en los ojos de estas personas, llevadas por una violenta desesperación a recorrer la tundra de la autoayuda, y ver si puede encontrar en el fondo de la mirada una correspondencia con el título adquirido. Lleva un cuaderno con anotaciones del tipo: señora paqueta cincuentona, "Buenos días, alegría", le pregunté por la calle Ayacucho, mirada huidiza, no hubo conexión; hombrecito de sombrero de gamuza bordó, "La gran magia, una vida creativa más allá del miedo", le ofrecí un caramelo, cruzó sin responderme; joven bohemio con boina cuadrillé, "El hombre en busca de sentido", lo intercepté en la cola de la caja, lo llevé a la sección de filosofía y se compró "Humano más que humano", me invitó a tomar un café, pedí también un muffin de chocolate, quiso mi número de teléfono, no se lo di, pupilas espiraladas.


-Yo sé lo que hacés. Te ví, te seguí-. Era el joven bohemio con boina cuadrillé. Ella estaba lejos, muy lejos leyendo una poesía y cuando el sonido alcanzó su tímpano ya había visto los ojos de espirales y ya estaba diciendo:

-Tantas criaturas ávidas en mi silencio, y esta pequeña lluvia que me acompaña-

Él podría haberse explayado en su acusación pero repitió, como un eco:

-y esta pequeña lluvia que me acompaña-

Ella cerró el libro y mirando los espirales recitó:

-Yo no sé de pájaros, no conozco la historia del fuego. Pero creo que mi soledad debería tener alas-.

Y él repitió:

-No conozco la historia del fuego -.

Se quedó en silencio, ella pensó que estaba intentando llegar a las alas, pero también parecía que algo en esa alma empezaba a hacer pié. Los espirales se retiraban con intermitencias. Arremetió una vez más:

-El viento muere en mi herida. La noche mendiga mi sangre -.

Por unos segundos esos ojos no giraron desgranándose en la antesala del llanto imposible, antes de que les fuera devuelto el velo él preguntó, qué es esto. Ella lo miró fijo, sosteniéndole la lucidez un segundo más. Esto es poesía, le dijo. Le puso un libro de Pizarnik entre las manos y se fue a leer a la sección de filosofía.



Soberanía particular

Hola,

Soy Emma Paz, (¿será que se acuerda de mí?).

Nos conocimos aquella vez bajo unas palmeras (inofensivas criaturas inspiradoras de paz, arquetipos de armonías naturales).  Usted estuvo ahí mientras ese coco rodaba entre las moléculas atmosféricas.  Con el poniente todo fluorescía exaltando la hermosura de pisar este planeta y mi cuerpo se mecía en una danza alegórica de la libertad. Usted corría.  Yo lo ví.  Después gire sobre mis pies y miré las olas que horadaban las rocas con una espuma blanca como la sal.  Volví a girar sobre mis pies y usted corría, corría hacia mí y yo no había sabido si temer, si correr, si permanecer.  La brisa era cálida y húmeda y suave sobre la piel, no era mi modo asustarme y huir de una amenaza hipotética.  Yo miraba las olas, y el sol y su correr y no, no tenía miedo.  Tenía entonces esta teoría de la soberanía particular sobre el entorno inmediato: allí donde mis células alcanzaran a rociar sustancias elaboradas en la intimidad de mi citoplasma, yo gobernaba.  Y usted corría y agitaba los brazos.  Yo sentía los sonidos de la sal licuándose en el agua, yo miraba el cielo violáceo, respiraba el aire enloquecedor del trópico, ejercía mi soberanía particular y pensaba en las estrellas que, lejanas, acariciaban mi pelo con su luz añeja: yo era parte de su soberanía particular.  Saltó un pez, de esos que tienen la osadía de habitar por breves instantes el mundo que les es vedado y miré de reojo, porque no quería perderme la espectacular corrida que usted, todo desconocido, efectuaba como si de eso dependiera una vida, agitando las manos y gritando Hey! Hey!; intenté concentrarme en su semiótica pero el pez, el cosmos, y mi goce sembraron una risa como de niña y mi corazón exhaló una carcajada incontenible pero disimulada. ¿Es que acaso corría hacia mí?  Me paré firme, como muralla de polis democrática: defendería mi soberanía, mi libertad, mi alegría. Una gaviota capturó el pez en el aire en el mismísimo momento en que usted saltaba como beisbolista hacía mí, ¿sobre mí?. No podía entenderlo, soy muralla, quise gritar, mi libertad, quise defender; mi alegría no me abandonó: surgio de mi esófago en cataratas sonoras como de vieja loca: era una risa de amurallada, de soberana absoluta: usted, señor, desconocido y cómico, no va a menguar mi ritual del sol.  Eso pensé.  No lo puedo olvidar y se lo quería contar.  Porque  su corrida espectacular y su salto animal sobre mí abrieron en el espacio un tiempo, un instante infinitesimal en que mi alma tomó su decisión de quién es y se plantó como guerrera con raíces que alcanzaron los hierros más profundos de nuestro planeta.  Recuerdo que la gaviota dejó caer el pez.  Recuerdo pensar que el pez había defendido su soberanía particular con su alma de pez en el instante mismo en que usted, con su salto, atravesaba el abismo infinito que separa dos cuerpos. Yo reía con toda mi soberanía particular y entonces eché la cabeza hacia atrás, los ojos hacia el cielo y lo ví: rodaba hacia mí un coco inmenso, pero sus manos ya alcanzaban mis hombros con un contacto que fortalecía mi muralla, su grito de guerra ya se solapaba con mi risa de loca, su alma ya cantaba mi canción.  Cuando nuestros cuerpos aterrizaron sobre la arena y cuando medio segundo después el coco cayó en el mismísimo punto donde yo había comulgado con el níquel y con las estrellas y con el alma del pez, pensé:  para siempre soy inmortal.