lunes, 13 de septiembre de 2021

Soberanía particular

Hola,

Soy Emma Paz, (¿será que se acuerda de mí?).

Nos conocimos aquella vez bajo unas palmeras (inofensivas criaturas inspiradoras de paz, arquetipos de armonías naturales).  Usted estuvo ahí mientras ese coco rodaba entre las moléculas atmosféricas.  Con el poniente todo fluorescía exaltando la hermosura de pisar este planeta y mi cuerpo se mecía en una danza alegórica de la libertad. Usted corría.  Yo lo ví.  Después gire sobre mis pies y miré las olas que horadaban las rocas con una espuma blanca como la sal.  Volví a girar sobre mis pies y usted corría, corría hacia mí y yo no había sabido si temer, si correr, si permanecer.  La brisa era cálida y húmeda y suave sobre la piel, no era mi modo asustarme y huir de una amenaza hipotética.  Yo miraba las olas, y el sol y su correr y no, no tenía miedo.  Tenía entonces esta teoría de la soberanía particular sobre el entorno inmediato: allí donde mis células alcanzaran a rociar sustancias elaboradas en la intimidad de mi citoplasma, yo gobernaba.  Y usted corría y agitaba los brazos.  Yo sentía los sonidos de la sal licuándose en el agua, yo miraba el cielo violáceo, respiraba el aire enloquecedor del trópico, ejercía mi soberanía particular y pensaba en las estrellas que, lejanas, acariciaban mi pelo con su luz añeja: yo era parte de su soberanía particular.  Saltó un pez, de esos que tienen la osadía de habitar por breves instantes el mundo que les es vedado y miré de reojo, porque no quería perderme la espectacular corrida que usted, todo desconocido, efectuaba como si de eso dependiera una vida, agitando las manos y gritando Hey! Hey!; intenté concentrarme en su semiótica pero el pez, el cosmos, y mi goce sembraron una risa como de niña y mi corazón exhaló una carcajada incontenible pero disimulada. ¿Es que acaso corría hacia mí?  Me paré firme, como muralla de polis democrática: defendería mi soberanía, mi libertad, mi alegría. Una gaviota capturó el pez en el aire en el mismísimo momento en que usted saltaba como beisbolista hacía mí, ¿sobre mí?. No podía entenderlo, soy muralla, quise gritar, mi libertad, quise defender; mi alegría no me abandonó: surgio de mi esófago en cataratas sonoras como de vieja loca: era una risa de amurallada, de soberana absoluta: usted, señor, desconocido y cómico, no va a menguar mi ritual del sol.  Eso pensé.  No lo puedo olvidar y se lo quería contar.  Porque  su corrida espectacular y su salto animal sobre mí abrieron en el espacio un tiempo, un instante infinitesimal en que mi alma tomó su decisión de quién es y se plantó como guerrera con raíces que alcanzaron los hierros más profundos de nuestro planeta.  Recuerdo que la gaviota dejó caer el pez.  Recuerdo pensar que el pez había defendido su soberanía particular con su alma de pez en el instante mismo en que usted, con su salto, atravesaba el abismo infinito que separa dos cuerpos. Yo reía con toda mi soberanía particular y entonces eché la cabeza hacia atrás, los ojos hacia el cielo y lo ví: rodaba hacia mí un coco inmenso, pero sus manos ya alcanzaban mis hombros con un contacto que fortalecía mi muralla, su grito de guerra ya se solapaba con mi risa de loca, su alma ya cantaba mi canción.  Cuando nuestros cuerpos aterrizaron sobre la arena y cuando medio segundo después el coco cayó en el mismísimo punto donde yo había comulgado con el níquel y con las estrellas y con el alma del pez, pensé:  para siempre soy inmortal.


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